¿Te imaginas que el avión en el que viajas aterriza en una pista completamente cubierta por la nieve? Pues en Tromsø es lo más normal del mundo. Llegué a las 7 de la tarde en un vuelo de SAS procedente de Copenhague. Durante dos horas y media volamos por encima de un inmenso mar de nubes, pero cuando atravesamos el círculo polar y el avión comenzó su descenso, nos dejó ver un paisaje de tierra blanca que contrastaba con el azul intenso de los fiordos. Veinte minutos después tomamos tierra sobre la pista nevada del aeropuerto de Tromsø-Langnes, situado al norte de la pequeña isla de Tromsoya. Y sí, el avión frenó. Minutos después, bajamos por unas escalerillas directos a la pista, donde la nieve caía suave y constante. La mayoría de los pasajeros éramos turistas que no podíamos dejar de mirar sin pestañear a nuestro alrededor. Tanto es así, que iba tan flipada por el aeropuerto que olvidé pasar por la cinta de equipajes a por mi maleta. Menos mal que es fácil de reconocer y un operario la localizó media hora después.
El aeropuerto de Tromsø-Lagnes es pequeño, pero gestiona muchos vuelos al día, sobre todo locales, ya que en el norte de Noruega el avión es uno de los medios de transporte más habituales. No hay línea de tren y en invierno resulta muy complicado circular por carretera.
Tres semanas antes había reservado un «cozy apartment» por airbnb, y Randy, su propietario, me aconsejó coger un taxi para llegar desde el aeropuerto. Enseguida entendí por qué. Caminar por suelo nevado empujando una maleta resulta un tanto complicado, más aún de noche y sin conocer el terreno. En quince minutos de taxi, 20 euros y unos temas de Aerosmith, llegué a la que sería mi casa durante 4 días. La casa más bonita del mundo.
Randy me había avisado de que había nevado mucho en los últimos días y me dejaba una pala para retirar la nieve de las escaleras de acceso. Así que lo que me encontré fue medio metro de nieve y media hora «paleando». Pero mereció la pena. Subí las escaleras con las maletas y cuando entré me sorprendió el calor y la cantidad de lamparitas encendidas que había por toda la casa. Supongo que estarán siempre encendidas durante los largos días de noche polar. Desde la ventana del salón aluciné con las vistas del fiordo y del puente, con la Catedral del Ártico al fondo y el monte Floyå. El mejor recibimiento que podía tener. Eran las 8 de la tarde (o de la noche), dejé las maletas y me fui a dar un paseo por mi nuevo barrio. Como estaba nevando, no esperé ver ninguna aurora. Eso mejor lo dejo para el día siguiente.
El apartamento estaba ubicado en la planta de arriba de una de las típicas casas noruegas de madera, en un barrio tranquilo, cada una de un color (quizás por eso dicen que las casas de Tromsø parecen de Lego). La mayoría tienen dos o tres alturas y su fachada es de tablones de madera dispuestos horizontalmente (en el sur de Noruega lo hacen en vertical, para la lluvia). Lo curioso es que las casas están rodeadas de tanta nieve que parece que alguien las hubiera desparramado, sin orden aparente. Supongo que cuando llega el verano y las calles y jardines se hacen visibles, el desorden cobra sentido. Bajé por la que era mi calle toda cubierta de nieve y fui a parar a otra más ancha, Anton Ingversen. No se veía la acera, así que fui caminando por el lateral con cuidado de no resbalarme. Las señales de tráfico quedaban cubiertas casi por completo y los – 5 grados se hacían palpables en la cara, pero el encanto de un pueblo de cuento me envolvió rápidamente.
